Confesiones de Pablo Neruda a 115 años de su nacimiento

08/07/2019

Confesiones de Pablo Neruda

Confesiones de Pablo Neruda

Francisco Madero Preciado

Pablo Neruda, de nombre real Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto nació en Parral, Chile, el 12 de julio de 1904, hijo de Rosa Neftalí Basoalto de Reyes y de José del Carmen Reyes Morales. Es uno de los más importantes poetas latinoamericanos, capaz de escribir poesía de amor como poesía militante, en la cual mostraba su ideología de izquierda.  Como poeta fue considerado entre los mejores y más influyentes artistas de su siglo; «el más grande poeta del siglo XX en cualquier idioma», según Gabriel García Márquez. Neruda era uno de los tres Pablos, iconos del arte en el siglo XX, junto con Picasso y Cassals. En su polifacética vida, también se destacó como activista político, senador, miembro del Comité Central del Partido Comunista, precandidato a la presidencia de Chile junto con Salvador Allende y embajador en Francia y México. Entre sus múltiples reconocimientos sobresalen el Premio Nobel de Literatura en 1971 y un Doctorado Honoris Causa por la Universidad de Oxford.

Hasta la fecha, la realidad sobre la causa de su muerte es un tema controvertido. Lo anterior a partir de que la justicia chilena emitió una orden para exhumar su cuerpo, en 2013, y así poder determinar si Neruda murió en 1973 por el agravamiento de un cáncer de próstata, como sostiene su certificado de defunción, o si falleció después de ser inoculado con una misteriosa inyección un día antes de emprender viaje a México, donde pensaba exiliarse y comandar la oposición al general Augusto Pinochet, como denunció su exchófer, Manuel Araya. Las pruebas tras diversos estudios no han dado resultados concluyentes, pero han mantenido la sombra de un posible atentado contra la vida del celebre literato.

Este gran literato describía a México de la siguiente forma en sus memorias Confieso que he vivido:

Mi gobierno me mandaba a México. Lleno de esa pesadumbre mortal producida por tantos dolores y desorden, llegué en el año 1940 a respirar en la meseta de Anahuac lo que Alfonso Reyes ponderaba como la región más transparente del aire.

México, con su nopal y su serpiente; México florido y espinudo, seco y huracanado, violento de dibujo y de color, violento de erupción y creación, me cubrió con su sortilegio y su luz sorpresiva.

Lo recorrí por años enteros de mercado a mercado. Porque México está en los mercados. No está en las guturales canciones de las películas, ni en la falsa charrería de bigote y pistola. México es una tierra de pañolones color carmín y turquesa fosforescente. México es una tierra de vasijas y cántaros y de frutas partidas bajo un enjambre de insectos. México es un campo infinito de magüeyes de tinte azul acero y corona de espinas amarillas.

Todo esto lo dan los mercados más hermosos del mundo. La fruta y la lana, el barro y los telares, muestran el poderío asombroso de los dedos mexicanos fecundos y eternos.

Vagué por México, corrí por todas sus costas, sus altas costas acantiladas, incendiadas por un perpetuo relámpago fosfórico. Desde Topolobambo en Sinaloa, bajé por esos nombres hemisféricos, ásperos nombres que los dioses dejaron de herencia a México cuando en su territorio entraron a mandar los hombres, menos crueles que los dioses. Anduve por todas esas sílabas de misterio y esplendor, por esos sonidos aurorales. Sonora y Yucatán; Anahuac que se levanta como un brasero frío donde llegan todos los confusos aromas desde Nayarit hasta Michoacán, desde donde se percibe el humo de la pequeña isla de Janitzio, y el olor de maíz maguey que sube por Jalisco, y el azufre del nuevo volcán de Paricutín juntándose a la humedad fragante de los pescados del lago de Pátzcuaro. México, el último de los países mágicos; mágico de antigüedad y de historia. mágico de música y de geografía. Haciendo mi camino de vagabundo por esas piedras azotadas por la sangre perenne, entrecruzadas por un ancho hilo de sangre y de musgo, me sentí inmenso y antiguo, digno de andar entre tantas creaciones inmemoriales. Valles abruptos atajados por inmensas paredes de roca; de cuando en cuando colinas elevadas recortadas al ras como por un cuchillo; inmensas selvas tropicales, fervientes de madera y de serpientes, de pájaros y de leyendas. En aquel vasto territorio habitado hasta sus últimos confines por la lucha del hombre en el tiempo, en sus grandes espacios encontré que éramos, Chile y México, los países antípodas de América. Nunca me ha conmovido la convencional frase diplomática que hace que el embajador del Japón encuentre en. los cerezos de Chile, como el inglés en nuestra niebla de la costa, como el argentino o el alemán en nuestra nieve circundante, encuentren que somos parecidos, muy parecidos a todos los países. Me complace la diversidad terrenal, la fruta terrestre diferenciada en todas las latitudes. No resto nada a México, el país amado, poniéndolo en lo más lejano a nuestro país oceánico y cereal, sino que elevo sus diferencias, para que nuestra América ostente todas sus capas, sus alturas y sus profundidades. Y no hay en América, ni tal vez en el planeta, país de mayor profundidad humana que México y sus hombres. A través de sus aciertos luminosos, como a través de sus errores gigantescos, se ve la misma cadena de grandiosa generosidad, de vitalidad profunda, de inagotable historia, de germinación inacabable.

Por los pueblos pescadores, donde la red se hace tan diáfana que parece una gran mariposa que volviera a las aguas para adquirir las escamas de plata que le faltan; por sus centros mineros en que, apenas salido, el metal se convierte de duro lingote en geometría esplendorosa; por las rutas de donde surgen los conventos católicos espesos y espinosos como cactus colosales; por los mercados donde la legumbre es presentada como una flor y donde la riqueza de colores y sabores llega al paroxismo; nos desviamos un día hasta que, atravesando México, llegamos a Yucatán, cuna sumergida de la más vieja raza del mundo, el idolátrico Mayab. Allí la tierra está sacudida por la historia y la simiente, junto a la fibra del henequén crecen aún las ruinas llenas de inteligencia y de sacrificios.

Cuando se cruzan los últimos caminos llegamos al inmenso territorio donde aquellos antiguos mexicanos dejaron su bordada historia escondida entre la selva. Allí encontramos una nueva especie de agua, la más misteriosa de todas las aguas terrestres. No es el mar, ni es el arroyo, ni el río, ni nada de las aguas conocidas. En Yucatán no hay agua sino bajo la tierra, y ésta se resquebraja de pronto, produciendo unos pozos enormes y salvajes, cuyas laderas llenas de vegetación tropical dejan ver en el fondo un agua profundísima verde y cenital. Los mayas encontraron estas aberturas terrestres llamadas cenotes y las divinizaron con sus extraños ritos. Como en todas las religiones, en un principio consagraron la necesidad y la fecundidad, y en aquella tierra la aridez fue vencida por esas aguas escondidas, para las cuales la tierra se desgajaba.”

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